lunes, 30 de mayo de 2011

Las nubes



Por el día soleado.
Por haberme acercado un paso más hacia la meta.
Por las miradas de aceptación.
... También por la música... por 8tracks.
Por mi cámara guardada y vuelta a sacar a la luz.
Por mi mascota que aún me acompaña, por el amor que otra le dio a mi familia (y lamentando que ya no pueda dárselo más).
Por los deseos de cercanía.
Por la comprensión de que todo cambio trae consigo aspectos positivos.

...Por los cúmulos, los nimbos y los cirros: las nubes.


domingo, 8 de mayo de 2011

Chicharras y sapos

Cuando tenía uno me hacías caminar sobre la grama irregular de aquel jardín caluroso del campo petrolero que tan felices nos hizo a todos durante mis primeros cinco años de vida. A los cuatro me dabas nísperos y mangos que arrancabas de las matas de la casa. A los cinco me comprabas Rockolate y malta, la misma que usaste para ayudarme a sustituir la leche materna… ahora entiendo el porqué de mi volumen curvado. Me enseñaste a divertirme con más que muñecas. Me diste a Robert y a Roberto, los sapos que saltaban por todo el patio y yo perseguía hasta agarrarlos con mis manos. Aprendí qué era un congorocho y un guasarapo. Los congorochos se enrollaban cuando los tocabas y si los pisabas muy fuerte, crujían… tenían como cien paticas, ¿será por eso que les dicen ciempiés? Los guasarapos eran los hijos de Robert y Roberto que andaban nadando en los pocitos de agua estancada que se hacían en la parte de atrás de la casa. Me amarraste varias chicharras a pabilos para que jugara con ellas (puede sonar cruel pero a mí, de pequeña, me encantaba creer que eran mini papagayos). Me hiciste creer que esas maticas – que aún no sé cómo se llaman – en verdad se dormían si las sobaba y al mismo tiempo les decía “duérmete, duérmete”. A los ocho me comprabas un reloj de goma nuevo cada fin de semana a la salida del metro; no sé qué hacía con ellos pero tú siempre me complacías dándome uno de un color distinto cada vez. Recuerdo mi favorito, era morado con blanco… daba la hora digital. A los tres y cuatro me llevabas a la parte de afuera de la clínica de la ciudad donde vivíamos, el Centro Médico de Cabimas, y me comprabas una palmerita, de esas grandes… y la sacaban de una cesta plástica azul y la metían en una bolsa de papel marrón. Tú pedías para ti una bolsa de tostoncitos. A los diez… malvados diez… me interné en tu casa y luchaste una batalla de dos semanas contra los piojos. La ganaste. No recuerdo la edad… pero cuando me dio lechina me bañaste con agua de hojas de “Cola de ratón”, me pusiste pañitos húmedos en la frente para aliviar la fiebre y, de nuevo, cuando me sentí mejor, me premiaste con una palmerita. Todas las navidades me regalaste pantaletas, hubo una en la que me regalaste una pulserita y un anillo que hacían juego. Los 31 me llenabas la ropa de lentejas crudas, y en la noche, al llegar a casa y desvestirme en el baño, salían de mi ropa interior y terminaban en el piso, haciéndome sonreír y recordar la noche. A los quince me seguías preparando jugo de mango a pesar de que te decía que estaba a dieta. Me continuabas guardando la maltica al final de tu nevera, escondida de los ojos de los demás. Me dejabas pellizcar tus brazos arrugados para ver cómo la piel se tardaba unos segundos en volver a su lugar, me permitiste fotografiar tus manos y tus pies… y hacerte el retrato más bello de todos. A los diecinueve me consolaste con palabras sabias cuando lloré por primera vez por un hombre. A mis veinte te fuiste, pero me diste la oportunidad de darte un abrazo de despedida días antes. La última vez que hablamos por teléfono me dijiste “Yo sé que estás lejos, pero yo te escucho cerquiiiita”.

Cómo olvidarte Mamá, Mamá Micaela, Mamacaela… ¡Mamacandela! Felices 95 y… ¡Feliz día de las madres!