A Sebastián, un niño de pueblo, específicamente de un pueblo llamado Santa Lucía, no le gustaba comer, sólo comía semillas, porque le parecía que si su loro, Sombrero, podía sólo comer eso, él también.
Sebastián corría por el sembradío de lechugas y zanahorias imaginando que un espantapájaros gigante lo perseguía. Corría y corría mientras miraba hacia atrás, se reía porque sabía que estaba escapando airoso del hombre hecho de palos y paja. Como era un niño solitario aprendió a divertirse con la naturaleza y los animales, Sombrero llegó a ser su mejor amigo, creía que conversaba horas con él, mientras que el loro sólo repetía lo que había aprendido a lo largo de sus 15 años: "Hooooolaaaa", " ¡'Chacho, marico!", "Aaaay vaaale", "No sé, no sé".
El niño empezaba saludando:
-Hola Sombrero!
-Hooooolaaaaa
-¿Sabes dónde está mamá Celia?
-No sé, no sé.
Sebastián pone cara de tristeza y mete la cabeza entre los hombros.
-¡'Chacho marico!
-No me digas así Sombrero, que no me gusta, es ofensivo.
-¡Aaaaay vaaale!
Y así iban, parecía como si el niño siempre supiera qué decir para que Sombrero utilizara las mismas frases, independientemente del orden. Pasaban horas conversando, muchas veces Sebastián se lo subía al hombro para que lo acompañara en sus citas con la imaginación en los campos sembrados.
Un día estaba sentado en el porche de su casa compartiendo semillas de girasol con el loro, una el niño, una el loro... ¡comieron una bolsa entera!
En la noche mientras Sebastián dormía empezó a sentir que algo se movía en su estómago, y así lo sintió durante varias noches, pero nunca se imaginó qué sería. Su abdomen se veía cada vez más protuberante y algo empezó a incomodarle en la boca del estómago con el tiempo. Sentía cosquillas cada vez que se hacía consciente de su respiración, le divertía pero a la vez la asustaba. Unas semanas más tarde sentía que algo envolvía su corazón, su pecho se veía más ancho y lo invadía una sensación que describía como "Creo que se me está llenando de luz el cuerpo". Un día hablando con mamá Celia afuera de la casa y con Sombrero en el hombro sintió que esa luz quería salir de él, sentía cómo le hacía cosquillas en la campanita, como él le llamaba, pero no terminó de salir. Así que tras jugar un rato entre las lechugas, se fue a dormir.
Al despertar se sintió extraño, algo delgado y alto, se paró y fue a la cocina a saludar a mamá y se sorprendió al ver que ella soltó la taza que tenía en la mano y la partió en el piso mientras se derramaba el café, la escuchó gritar.
-Mamá, ¿Qué te pasa?
-Hijo, ¿eres tú?
-Claro que soy yo, ¿qué pasa?
Y lo llevó al baño. Al verse en el espejo entendió que ya no era él mismo. Era ahora una flor hermosa, que llenaría su casa de olor a flores y la iluminaría con sus pétalos amarillos con los primeros rayos de luz del día reflejándose sobre él.
Los girasoles no son más que niños malcriados que comen sus semillas. Es su táctica reproductiva, seducir a paladares exigentes para tomar cuerpos y hacerse de ellos. Quizá es por eso que no sólo son bellos y huelen bien, sino que parecen tener una sonrisa asomándose entre sus pétalos.
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